viernes, 9 de noviembre de 2012

Semblanza de Jaime III







































1.     Introducción

A día de hoy, la figura de Don Jaime, ha sido escasamente tratada. A pesar de un reinado largo, veintidós años (1909-1931), y una prolífica actividad, todavía no conocemos a fondo su personalidad. Hay escasa bibliografía: Melchor Ferrer dedica el tomo XXIX de su Historia del tradicionalismo a su reinado, mientras que Francisco de Melgar escribía una amena pero simple biografía: Don Jaime. El príncipe caballero. Otros autores le dedicaban algunos capítulos en sus libros, como Francisco de Cossío en Confesiones o Joseph Plá en Grandes tipos. Otros libros de mayor o menor fortuna son: El noble final de la cuestión dinástica de Francisco de Melgar, Conspiración y guerra civil de Javier del Burgo, Memorias de la Conspiración de Antonio Lizarza y, en estos últimos años, El cisma mellista de Juan Ramón de Andrés.

Esta enumeración, a la que unimos la consulta de las hemerotecas, nos muestra una figura contradictoria del monarca. Escéptico, burlón, piadoso, revolucionario, un nuevo Clodoveo, tradicionalista, ateo, liberal, contrarrevolucionario, valiente, frustrado, desengañado... ¿acaso una persona puede tener tantas caras? Sirva pues esta semblanza, escrita por Joaquín Argamasilla de la Cerda, para comprender quien fue Jaime III.

2.     Semblanza de Jaime III

Fue en un día otoñal, lleno de luz dorada. Hacía tiempo que tenía yo en mi poder la carta de presentación para el Príncipe y la víspera había obtenido de su Secretario, el Conde de Comas, la deseada audiencia. Tomé un coche y me encaminé al Elysée-Palace, el suntuoso hotel, recientemente inaugurado donde habitaba Don Jaime.

A lo largo de la magnífica avenida de los Campos Elíseos corrían los carruajes en incesante flujo y los automóviles, que entonces empezaban a generalizarse, se deslizaban vertiginosos como empujados por las ondas musicales, un poco bárbaras, de sus bocinas y sirenas. Por los paseos de ambos lados discurrían los paseantes, abundando las mujeres elegantemente ataviadas bajo los nimbos de sus sombrillas que recibían el dulce baño de un sol sin fuego. Iba yo pensando en nuestra tierra española, seca, ardiente y empobrecida, pero donde tantas muchedumbres han sabido guardar junto al recuerdo de sus gloriosas tradiciones de raza, la esperanza en vano combatida, de la restauración política de la Patria bajo el cetro, siempre dispuesto a convertirse en lanza de los parientes mayores de la augusta Familia capetiana, cuyo último y vigoroso vástago iba a conocer.



El mes anterior había estado en Venecia. Carlos VII, en la plenitud de su personal majestad me infundiera la admiración y el respeto de una figura de leyenda. Todo en él trascendía a cosa grande y altamente noble: la discreción de sus preguntas, la serenidad de su discurso, la sabiduría de sus juicios, la afectuosa, pero no familiar manera con que trataba a sus leales. En su presencia, era imposible recordar su vida tan bellamente labrada por el amor y el odio, el heroísmo y la traición, sin ver en su frente el destello de la realeza, en su mirada penetrante la expresión de una gran amargura y en toda su arrogante humanidad la personificación de cosas augustas y gloriosas. Aquel señor, fuente de tantos sacrificios y tumba de tantos secretos, único Príncipe de nuestros tiempos, que al levantar sobre el arzón de su silla un estandarte de guerra, se vio rodeado de su pueblo presto a morir por él, llevaba dignamente el sello de su destino. La sangre de millares de mártires, había sido el óleo de su unción, la entereza de su fe le tenía templada el alma y era patente lo enérgicamente que sentía su representación política y social. Delante de Don Carlos, el tratamiento de Majestad no era una fórmula de respeto, sino obligado modo que brotaba espontáneamente de los labios, como de los suyos aquellas sus breves y solemnes razones que cuando eran transmitidas en cartas y manifiestos por tan grandes estilistas, como solieron ser sus sectarios, empequeñecían la elocuencia de los Aparici y Villoslada.


Las amarguras de su vida, que cristiana y valientemente soportada, las deserciones y desengaños, con que tan a menudo le probó la Providencia, y sobre todas las cosas el dolor de ver a su España la vía afrentosa de una pasión inacabable, había bañado de un tinto melancólico el alma de Don Carlos. El paso de su góndola por los silenciosos canales de la ciudad muerte, era una visión romántica que tenía el dejo dolente de los ciclos caballerescos ya terminados, que esperan solo el canto de la gesta. Al ir en busca de su hijo, soñaba yo con el retoño vigoroso de aquel árbol gigante, con el nuevo paladín apto para futuras empresas.

Don Jaime también comenzaba a tener su historia. Una historia militar, sellada por el valor. Dos campañas cruentas y numerosos viajes por exóticos países habían ofrecido ancho campo a su actividad. Por toda Europa se referían anécdotas de aquel Príncipe franco y decidido llamado por su nacimiento a llevar la representación de la legitimidad monárquica, como Jefe de la Augusta Casa de Borbón.

Llegado al hotel, entregué la carta que llevaba, concediéndome la audiencia para las once. A los pocos minutos, el mayordomo de Don Jaime bajó para decirme de parte del Señor, que le esperase. En vez de hacerlo en el hall inmediato, preferí aguardar en el grandiosos vestíbulo de donde arranca la escalera. Era tal mi impaciencia, que no quería privarme del placer de adelantar unos segundos la entrevista.

Mientras me paseaba de un extremo a otro de la vasta pieza, proseguía en mis pensamientos, relacionando la impresión que me había causado el conocimiento personal de Don Carlos, con la que esperaba experimentar delante de su hijo.

Por la ancha escalera subía y bajaban los huéspedes del Hotel. Entre ellos reconocí la alta silueta del Rey de los belgas y me detuve contemplando su divertida ancianidad. Como las personas tienen una extraordinaria memoria fisonómica, no me extrañó que me reconociera, a pesar de no haberme visto más que dos veces en casa del Gran Duque Pablo de Rusia, donde fui presentado a él la primavera anterior. Me tendió la mano afablemente diciendo:

- Usted vendrá a ver al Príncipe Jaime
- Así es –repuse - Voy a tener el honor de conocerle.
- ¡Oh, es un bravo militar y muy inteligente! Los Gobiernos de España harían bien en no olvidarlo.

Después, pasándose la mano por la famosa barba en abanico que adornaba la cabeza angulosa del monarca epicúreo, añadió con dejo de suspiro:

- ¡El es aún joven, muy joven!

Mientras se alejaba el perfecto representante de la realeza parlamentaria, que hasta el día de su muerte hizo compatible sus deberes de Rey constitucional con la vida de un viveur cosmopolite, ofreciéndonos la prueba de valor positivo de la institución que encarnaba, el recuerdo de Carlos VII volvió a  con nueva energía. El contraste del Rey paladín, saturado de fe y enamorado de ideales con el anciano sibarita negociante en caucho, me pareció tener la virtud trascendente de un símbolo.

***

Por fin en lo alto de la escalera apareció el Príncipe. Aunque jamás hubiera visto su retrato le habría conocido, pues aquel gallardo joven tenía un aire tan español que le hacía inconfundible.

- Te he hecho esperar mucho, perdona.- Tales fueron las primeras frases que me dirigió, mientras le besaba la mano.
- Ahora – prosiguió- no puedo detenerme porque estoy citado con N para almorzar. Pero si quieres te llevaré hacia el centro en mi coche y a la tarde podremos vernos
.
Acepté reconocido y como él salí a la calle. Me dirigía yo al cochero que me había llevado para pagarle, y exclamó el Príncipe:

- ¡Qué tontería has hecho! En París nunca se guardan los coches de alquiler. Resulta carísimo y es inútil, pues en todas partes se encuentran a docenas.

El buen automedonte quiso cobrarme el doble de lo debido. Iba yo a dárselo, deseoso de evitar una discusión enojosa por tan fútil motivo cuando Don Jaime sospechándolo se acercó e intervino:

- Por ese tiempo no tiene derecho a cobrarte más que cuatro francos.

Y dirigiéndose al cochero en argot parisien le respondió duramente; el hombre se descubrió con respeto, pues había reconocido a Don Jaime que ya entonces era popular en París y tomó mis cuatro francos sin replicar palabra.
Subimos al automóvil- un Mercedes que el Príncipe guiaba maravillosamente- y enfilando la Avenida bajaron veloces hacía la plaza de la Concordia.

- Yo almuerzo por dos francos. Un par de huevos y un plato de carne. La gente suele comer demasiado. Tú no habrás almorzado todavía.
- No señor
- ¿Dónde piensas hacerlo?
- En cualquier parte. He de reunirme con Domínguez Arévalo.
- Pues si quieres vente a mi restaurante y lleva también a Domínguez.

A la media hora estábamos almorzando. También lo hacía en la misma mesa otro español amigo particular de Don Jaime.

Se habló de nuestra tierra, de esa tierra española tan amada por el hijo de Carlos VII y, añadiré, tan conocida por él en los múltiples viajes que a su través ha realizado. Se habló de Francia y de su situación económica, ya exactamente apreciada por el Príncipe en aquella época con la sorprendente disposición que para los estudios de alta finanza constituye uno de los rasgos característicos de Don Jaime. Los manejos de la Banca judía, su poder casi ilimitado y las criminales complicidades delos Gobiernos que son sus servidores, todo ello fue surgiendo en breves y nerviosos relatos que entre anécdotas y curiosísimas observaciones nos hizo el Príncipe. Después nos invitó a Domínguez Arévalo y a mí a dar un paseo en su coche y nos condujo a Versalles delante  de cuyo palacio nos detuvimos para regresar a París por el mismo camino que un día recorriera el desgraciado Luis XVI en medio de una turba de caníbales.
Al separarnos nos dijo:

- Mañana da una conferencia en el Odeón un periodista al que yo presté algún auxilio en la Manchuria cuando la guerra. Hablará de la campaña ruso-japonesa y me ha enviado el palco principal del teatro. Si queréis ir allí nos veremos.

De aquel primer día pasado con Don Jaime saqué gratísima impresión. Tres cosas me habían maravillado: su claro talento, vivo y penetrante, tan parecido al de la Reina Doña Margarita; su afabilidad y la sencillez de sus hábitos.

***
Al día siguiente, mientras oíamos junto al disertante del Odeón, que en frases llenas de reconocimiento le dedicó su conferencia se me reveló clarísimamente su espíritu militar, apareció a mis ojos el gran soldado que hay en Jaime III. Durante el discurso, que fue largo, veía yo en sus ojos la llama del entusiasmo que provocaban en su corazón los recuerdos bélicos. Su vivacidad y el mayor conocimiento que tenía del asunto le sugerían a cada paso reflexiones y comentarios en que palpitaban su amor al ejercicio de las armas, su competencia en la difícil táctica moderna y por encima de todo, como desprendiéndose naturalmente de su temperamento, esa noble virtud del valor, tan bella cuando se posee en forma sencilla, diríase que inconsciente y callada.
Porque Jaime III es ante todo militar. Sus grandes cualidades, sus gustos y hasta sus defectos, si alguno tiene, son los de un hombre de guerra. Hijo del caudillo de Lácar y nieto del intrépido Veranees que conquistó el reino de Francia con su espada, vástago primogénito de la combatiente raza capetiana y educado desde su niñez en ambiente guerrero, todo él responde a su destino de príncipe soldado. Su constitución física, poco menos que atlética, su sobriedad pasmosa, su resistencia casi ilimitada a la fatiga, la tranquilidad ante los peligros que tantas pruebas ha dado y su amor al estudio de las múltiples ciencias y artes que forman hoy la enciclopedia militar.
A la edad en que otros Príncipes suelen vestir el uniforme en brazos de sus niñeras, él lo usaba al frente de una compañía de niños voluntarios y trepaba por los montes navarros oyendo el estampido del cañón tronante en batallas heroicas. Que su augusto padre al hacerlo ir al teatro de la guerra y presentarlo un día a su valiente ejército levantándolo en brazos a manera de holocausto y promesa, no parece sino que quiso desposarle solemnemente con las armas, como medio de consagrarle a España.
Esto explica que en sus primeros estudios comenzados en Pau al lado de su santa Madre y continuados en los colegios de Jesuitas de París y Beaumont (Inglaterra) encontrara menos agrado que en oír referir a sus ayos el relato de la guerra o en leer ávidamente tratados de táctica y estrategia.
Cuando su pariente el Emperador de Austria, después de dispensarle el examen de entrada, le concedió plaza en la Academia militar vio realizado uno de los más vehementes deseos de su alma juvenil. Pero entonces también comenzó a experimentar las consecuencias del odio político de una elevada dama que a la sazón ocupaba preeminente lugar en nuestra nación. Supo el Príncipe que, efecto de sus intrigas, nunca llegaría a ser oficial del Imperio Austro-Húngaro y que a la terminación de su carrera se daría por pretexto para invalidarla el haber sufrido el primer examen. Entonces Don Jaime tomó una resolución que muestra bien su deseo de no contentarse con ser un militar honorario e indica a la vez de su carácter. Se retiró al castillo de Frohosdorf un año entero para perfeccionarse en los estudios preparatorios y poder desafiar impunemente el rigor y la malquerencia del Tribunal austriaco. Durante aquella temporada no tuvo otro recreo en la solidaria mansión de Enrique V que el estudio de la Química, al que se aficionó apasionadamente, sobre todo en la parte que se relaciona con la fabricación de las pólvoras. Cuando habiendo solicitado examen se presentó ante los profesores de Viena, sus amplios conocimientos en matemáticas, idiomas y dibujo, muy superiores a los exigidos para el ingreso en aquella escuela militar,  y su clarísimo talento acabaron por vencer todos los obstáculos y fue admitido como alumno.
Hizo con brillantez su primero y segundo curso al final del cual murió su augusta Madre. Carlos VII quiso, una vez celebrados los funerales, retenerle a su lado, pero era tal su deseo de no perder los exámenes cuya fecha estaba próxima, que regresó enseguida a la capital de Austria. Habiendo aprobado el tercer año salió Oficial cosa tan ardientemente deseada por él. Pero la influencia enemiga a que antes he aludido, consiguió del Emperador la perpetración de una injusticia que aún cuando posteriormente haya sido mil veces bendecida por el mismo Don Jaime no fue menos odiosos. Se le negó la entrada en el ejército por las consideraciones de política internacional.
Tan injusta resolución no sorprendió del todo al Príncipe que durante toda su carrera tuvo el presentimiento de que había de intentarse todo contra él. Y como lo repito, su más vehemente deseo era el ser militar, aquellos temores llegaron a constituir en su espíritu una verdadera preocupación. Aún ahora, según hace pocos meses he oído de sus labios, no es raro que perturbe su sueño la ideal de que nunca podrá ejercer su carrera, como si todavía estuviese en la Escuela Austriaca y sujeto a la perniciosa influencia a que me he referido, la cual, por cierto, no se limitó a lo indicado sino que también logró estorbar al poco tiempo  la constitución de un dulce vínculo muy deseado por la España tradicionalista.
¡Cuán triste y solo entró en el palacio de Frohsdorf aquel día en que sus compañeros de promoción lucían por primera vez en las calles de Viena sus insignias de oficiales! El melancólico parque del Castillo debió de agregar la frialdad y la penumbra de sus umbrías al desconsuelo producido en su alma por la muerte de sus ilusiones de cadete y los severos retratos del Conde de Chambord y de su madre la Duquesa de Berry le recordarían que ellos también fueron perpetuamente excluidos por la revolución y la perfidia de sus parientes. Que en Don Jaime imposibilitado hasta ahora de servir a su patria y entonces hasta de prepararse prácticamente para hacerlo algún día, se ha dado el caso más culminante de a lo que Bourget ha descrito en su novela “El emigrado” refiriéndose a Francia: el obligado ostracismo de los más nobles y castizos de la nación.

Desde el año 1983 al 96 Don Jaime viajó por todo el mundo. Libros inmensos para quien sabe leerlos son los países y las naciones. El talento de Don Jaime, vivo, capaz de rápidas asimilaciones y muy observador es el más educado para este estudio de los hombres y de las cosas. Entonces realizó por primera vez una excursión por España que acabó de sellar con el encanto que le produjo nuestra tierra los múltiples lazos que a ella le unían. Después ha vuelto muchas veces, siempre que ha querido, burlando la torpe vigilancia de los Gobiernos y no solo sus ciudades sino los campos, las sierras y hasta los últimos rincones de la Península puede decirse que le son familiares, habiendo adquirido un conocimiento de las regiones españolas mucho más perfecto que el que tenemos los que en ellas vivimos.
Pero el conocimiento de nuestro territorio es incompleto, o debiera serlo para todo buen español, de no ampliarse con el de la costa frontera de África. Marruecos recibió entonces la visita del Príncipe y la ha vuelto a recibir diferentes veces aún antes de agudizarse la vital cuestión de nuestra influencia en el Imperio mogrebino, Más adelante consagraré algunas líneas al concepto que de esta cuestión tuvo siempre el hijo de Carlos VII, aquel otro gran viajero que, como su hermano el Infante Don Alfonso, recorrió el mundo en busca de las huellas de la raza hispánica, siglos atrás expansiva y conquistadora, cuando el liberalismo raquítico y estéril de sus modernos gobernantes no había arrancado de su corazón los grandes ideales que hacen dominadores a los pueblos.
El Egipto, la India y Filipinas; las grandes islas del Océano Pacífico  y varias regiones de Asia fueron también visitadas y estudiadas por Don Jaime. Pero a su regreso a Europa, sintiendo cada vez más arraigada en él la vocación militar, así se lo manifestó a su augusto Padre, quien abundando en los mismos deseos, por comprender la importancia que para el porvenir tendría el servicio activo en un ejército de quien estaba llamado quizá a mandar en jefe el de su patria, pidió y obtuvo fácilmente del Emperador de las Rusias en ingreso del Príncipe en un regimiento moscovita. Esto tuvo lugar el año 1986 y desde el día en que vistió por vez primera el uniforme ruso fue tal su comportamiento que, a pesar de su calidad de extranjero, bien pronto fue tenido por el Estado Mayor como uno de los más brillantes oficiales del Zar.
Cuando Rusia en unión de otras potencias intervino militarmente en China con motivo de la sublevación de los Boxers fue Don Jaime de los primeros que pidieron ser enviados al teatro de operaciones. En esta campaña tuvo al fin ocasión de batirse y en circunstancias, por cierto, muy favorables a su carácter, ya que las condiciones de aquella guerra, en que pequeños destacamentos se veían a veces obligados a recorrer grandes territorios sin saber la importancia de los contingentes enemigos que habían de encontrar, exigían un valor personal extraordinario y ofrecían al mismo tiempo mayor amplitud a las iniciativas particulares de los oficiales.
Mil veces pasó a su lado el ángel de la muerte. Y no sólo constelado por las balas enemigas, sino también en la forma, mucho más triste de la enfermedad contraída en campamentos malsanos. Yo que en repetidas ocasiones he logrado arrancar a su modestia, interesantes relatos de verdaderas heroicidades (alguna de ellas salvó a una misión católica que gracias primero al valor del Príncipe y luego a su influencia con el Zar se vió libre de ser aniquilada) no me he sentido nunca tan conmovido como al escuchar de su boca el abandono absoluto en que se halló en una aldea japonesa atacado del tifus y completamente solo en el pobre lecho de miserable casucha. Privado de toda asistencia permaneció varios días presa de la fiebre y entregado a la Providencia de Dios que al fin le sacó de aquel estado enviando en su socorro a unos marinos rusos que le condujeron a su barco.
Al romper la guerra con el Japón pidió ir ala campaña como voluntario. Alguien criticó su resolución por creer que vida como la suya sólo debía exponerse en empresas españolas. Los que juzgamos que los Príncipes de nuestra rama proscrita deben ser ante todo jefes militares y conocíamos el espíritu de Don Jaime encontramos su decisión en armonía con nuestros deseos y seguimos con entusiasmo y plena confianza las peripecias de aquella gigante lucha en que brillaron nuevamente su valor y pericia.

Si yo tratase de escribir aquí la biografía de Don Jaime en vez de intentar como intento dar en pocas líneas mi impresión personal de tan interesante figura, llenaría numerosas páginas con el relato de las acciones de guerra en que intervino y la ponderación de su personal iniciativa, que unida a la absoluta confianza que inspiraba a sus jefes, le designó a menudo para el desempeño de las más difíciles comisiones. La audacia y habilidad con que las desempeñó fueron enaltecidos por el mismo General en Jefe que en solemne ocasión declaró ser Don Jaime el mejor oficial de su ejército. Los grandes peligros que corrió internándose en el campo enemigo y haciéndose pasar una vez por periodista británico, para lo que le sirvió a maravilla su perfecto conocimiento de la lengua inglesa, me darían también motivo para referir interesantes anécdotas. Lo que si he de consignar es que gracias a su cooperación en esta guerra ha tenido ocasión de estudiar prácticamente los movimientos de las grandes masas de que se componen los ejércitos modernos en campaña, siendo el único Príncipe real que por tal motivo tiene hecho este aprendizaje.
A propósito de lo muy presentes que están a toda hora en la mente de Don Jaime cuando se relaciona con la vida militar, referiré un detalle que lo demuestra: cierto día, en París, había citado el Príncipe a su abogado en el Palacio de Justicia. Deseaba conferenciar con él sobre un pleito que tenía entablado contra cierto poderoso judío que acababa de estafarle trescientos mil francos. Me pidió que le acompañase y llegados al grandiosos edificio, que por primera vez pisábamos, tratamos de encaminarnos a la biblioteca, lugar de la cita. Al comienzo de nuestra peregrinación por pasillos, escaleras y salones me dijo:
-Verás como encuentro la biblioteca sin preguntar a nadie- Y al poco tiempo, volviéndose a mí, añadió: -Cuando estas cosas son difíciles es en campaña, si no se conoce el país. Se recibió orden de ir a un sitio desconocido y hay que cumplirlas sintiendo toda la responsabilidad de una equivocación.

He aludido a la perfección con que Don Jaime habla el inglés. Con la misma facilidad habla el alemán, el italiano y el ruso, no siéndole desconocidos otras lenguas como el portugués y el chino. Es verdaderamente pasmosa su disposición políglota que le permite manejar con soltura hasta los dialectos de los idiomas que posee. Yo le he oído conservar en gallego y en catalán al mismo tiempo con gentes de estas regiones españolas y demostrar conocimientos no vulgares en la técnica dificilísima de la lengua vascongada.
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El servicio activo de Don Jaime en el ejército moscovita tenía que cesar en el momento que, muerto Carlos VII, heredaba su alta  representación española que le reclamaba todo para su patria. Comprendiéndolo así el Emperador accedió a concederle el retiro no sin testimoniarle su alto aprecio mostrándole Coronel honorario de Húsares de la Guardia, distinción que, como es sabido, sólo suelen conceder los monarcas a otros soberanos.
Indicado queda que los grandes problemas de economía política ocupan lugar preferente en la conversación de Don Jaime que por feliz coincidencia halló medio de hermanar estos estudios con los propios de su condición de militar.
Revistiendo las cuestiones sociales tamaña importancia en estos tiempos, que puede decirse que constituyen el eje de la política mundial, no podían ser desdeñadas por el representante de la tradición española que tantas normas ofrece para la resolución de los actuales conflictos. El ilustre propagandista católico y escritor sociólogo Don Severino Aznar, cuya labor admirable y fructífera en España le ha elevado al puesto de mayor autoridad en estas materias, celebró no hace mucho una extensa conferencia con Don Jaime en su mayor parte dedicada a conocer sus apreciaciones y juicios en orden a la organización del trabajo relaciones de obreros y capitalistas, intervención del Estado y otros puntos no menos importantes que integran la gran cuestión social. Fruto de aquella conferencia fue un largo y entusiasta artículo que apareció en “El Correo Español” y reprodujo buena parte de prensa española y extranjera en el que el maestro de los católicos sociales de España comentando el pensamiento de Jaime III se manifestó admirado de su profundidad y justicia y lleno de alegría al contrastarle conforme con las enseñanzas católicas en sus más recientes aplicaciones.
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Frente al individualismo liberal, egoísta y estéril y en oposición no menos completa al intervensionismo monstruoso de un Dios-Estado a que conducen las modernas políticas, oyó Aznar de los labios de Don Jaime la necesidad de conservar, depurándola, la tradición social española en la que el Estado no lo era todo ni se juzgaba al arbitrio para permitir o negar el derecho de existencia a otras instituciones y organismos tan naturales y legítimos como él.
A mi juicio- decía- el Estado debe ser a la sociedad lo que el ejército a la nación. Tan disparatado sería querer encerrar la nación en el ejército como pretender circunscribir la Sociedad en el Estado-
Muchas veces tengo le yo oído el aprecio que siente por los obreros y el interés  que podría en mejorar su condición  de ser llamado a regir los destinos de España. Hablando del trabajo de las mujeres en fábricas y oficinas me decía este último verano:
- Es inicuo que a la mujer se la retribuya con salarios mezquinos considerando como suele hacerse que lo que aporta al hogar es una ayuda para levantar cargas comunes. Debe ganar lo necesario para cubrir todas sus necesidades.
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Respecto al pueblo español no participa Don Jaime de la vulgar opinión que le tiene por holgazán. ¡Cómo ha de participar de este falso juicio propio de periodista indocto habiendo recorrido los páramos castellanos donde en la penumbra del frío amanecer de los inviernos se destaca ya la silueta del pobre labrador encorvado sobre el arado, las montañas cantábricas en que no hay espacio de tierra sin cultivo, el principado catalán , sembrado de fábricas, las vegas levantinas y andaluzas donde el agua se reparte como venero de oro y tantas otras regiones cuyos hijos luchan para vivir con la pobreza del suelo el rigor del clima, los agobios del físico y la tiranía de los caciques!
-Cierto, - me decía en una ocasión-  que nuestros compatriotas, cuando pueden vivir desahogadamente, no son amigos de imitar a los yanquis afanándose por acumular riqueza. Esto es realmente un mal para la nación aunque no para el individuo que al obrar así procede como filósofo conociendo el valor justo de la vida. Más dignos de lástima son los norteamericanos abrumados de cansancio y de fiebre para que sus mujeres, cubiertas de diamantes, se dediquen al flirteo con los extranjeros.
Don Jaime es un entusiasta de la agricultura. Sigue con avidez los progresos que esta hace en España y aplica en sus tierras de Frohsdorf los últimos procedimientos del cultivo. Uno de sus recreos favoritos es bajar a la huerta cultivada hoy por familias navarras que ha hecho ir con este objeto y dirigir por si mismo las labores. No es raro verle trabajar horas enteras empuñando las más pesadas herramientas, que su fortaleza le permite emplear sin fatiga, con austeridad tolstoniana. Y por cierto, que no es espectáculo para ser olvidado el de este augusto Príncipe jefe de la más ilustra familia del mundo labrando humildemente la tierra en compañía de sus sencillos colonos que del de corazón  también sus súbditos. ¡Qué ejemplo tan admirable para ser propuestos a nuestros demócratas de pega! Porque la sencillez, la afabilidad y la modestia son otros tantos rasgos que avaloran su carácter y hacen de Don Jaime una figura llena de simpatía.
Proverbial es su frugalidad en la mesa, frugalidad de soldado en campaña, a quien bastan un par de platos y un vaso de agua. Gústanle con preferencia los productos españoles condimentados también a la española y siente verdadera aversión por las prácticas sibaritas.
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Dejo dicho que Don Jaime conoce perfectamente Marruecos. Como su tío, el Infante Don Alfonso, ha recorrido varias veces aquel país completamente necesario al territorio español y desde que se firmó el acta de Algeciras no ha ocultado su opinión contraria en absoluto al camino seguido por los Gobiernos de Madrid. La unión y alianza con Francia, funesta para España en todas las épocas de la Historia, es tenida por él como la más torpe de las políticas que pueden seguirse por nuestros gobernantes y, por los que respecta al Imperio del Magreb, constituye el aniquilamiento de nuestro porvenir en el continente africano, la renuncia de nuestros legítimos intereses y la pérdida de toda esperanza de agrandecimiento. Hablando de ello me decía recientemente:
-“Es axiomático que toda nación más débil que su vecina debe buscar sus alianzas más allá de las fronteras de esta. La Providencia ha colocado a la gran nación alemana, rival de Francia, al otro lado del Rhin, como a nosotros detrás del Pirineo. En caso de conflicto guerrero entre franceses y alemanes nuestro concurso sería para los germanos, de un valor decisivo. Con solo colocar cincuenta mil hombres sobre el Ebro, inmovilizaríamos tres cuerpos de ejército franceses a lo largo de la cordillera Pirenáica, como Austria inmovilizó buena parte del ejército moscovita en la guerra ruso-turca movilizando algunas fuerzas en sus fronteras. Esto lo saben bien franceses y alemanes y hubiera podido constituir la base primordial de una aproximación por nuestra parte a la política germana” – y añadía con el acento de la convicción más profunda: -“Si Marruecos es una u otra forma viene a crecer el Imperio de Francia en África nuestra expansión, aún simplemente comercial y agrícola en aquel país, resultará imposible; inspiradas estas en la libertad de concurrencia para todas las naciones, sino proteccionistas en extremo y vejatorias además para quien no tenga la ciudadanía francesa, como puede comprobarse en Argelia, donde los españoles que han enriquecido a la colonia, son tratados como parias”.
Quizá cuando estas páginas salgan a la luz se haya consumado la obra detestable de nuestros políticos y sea Marruecos una reproducción de Túnez. El corazón patriota de Don Jaime habrá recibido un rudo golpe.

Asusta pensar en las responsabilidades que pesan sobre los hombros de Don Jaime. Quizá más que muchos monarcas que de hecho ciñen la corona puede su actitud influir en los destinos de su patria; que al fin es el único Príncipe en Europa en cuya mano está encender la guerra civil a cualquier hora.
Los ideales que representa y que virilmente recogió como herencia preciosa en la tumba de Carlos VII, son los más altos y caballerescos que pueden inspirar una política. En su persona encarna el principio monárquico puro, legítimo y castizo, sin las mixtificaciones, convencionalismos y monstruosos contra-sentidos que han hecho de él la clave de la explotación de las naciones por la oligarquía de los partidos organizados en cuadrilla. Él representa el orden social, las jerarquías y al mismo tiempo la libertad de los pueblos dentro de la diversidad de sus intereses y de las características de sus personalidades históricas. En él se condensa la tradición religiosa que formo el alma española en el gran molde del catolicismo y fue el resorte principal de sus energías e inspiración de sus mayores glorias. Don Jaime es, finalmente, el brazo sacrosanto de la justicia por el que clama la nación española, víctima en todos los órdenes, de la rapacidad y torpeza de los hombres del liberalismo.
Así lo ha comprendido y lo ha proclamado desde que, muerto su augusto Padre, hacía el que siempre sintió admiración y amor intensísimos, la voz de la España tradicionalista, la voz de la sangre y pudiera añadir, la voz de la Europa católica y monárquica le llamó a ser la única esperanza de regeneración política. En su manifiesto de Noviembre de 1909 escribió:
Recogiendo con piedad filial su herencia (la de Carlos VII), tan gloriosa como abrumadora, asumo, lo mismo sus derechos que sus obligaciones, sus ideas que sus sentimientos y sus amores. No digo sus odios porque su corazón igual que el mío, no los conoció jamás. Y más adelant: Fortalecido con estas esperanzas (el auxilio de los buenos españoles y el favor de Dios) he prometido sobre la tumba de mi padre mantener hasta la muerte esta divisa caballeresca de una dinastía de proscritos: Todo por Dios, por la Patria y por el Honor.
De aquel hermoso documento son también estas frases:
El orden social tan quebrantado por la revolución peligra en sus últimos fundamentos. Y no tanto por el empuje de las turbas anárquicas sino por la cobardía de los poderes que pactan con ellas para salvar, entregándose en rehenes, la vida y el interés. En la lucha violenta que se acerca entre la civilización y la barbarie, a nadie cedo el primer puesto para pelear en la vanguardia por la sociedad y por la patria. Jamás el temor a las iras terroristas me hará retroceder un paso en el camino del deber. Soy español y en mi programa no hay sitio para el miedo.
El castillo de Frohsdorf, residencia de Don Jaime, está situado en la Baja Austria, cerca de las fronteras de Hungría y es un magnífico edificio rodeado de hermoso parque, huertas, granjas y montes profusamente arbolados. En aquel tranquilo paraje, sobre el que flota la bandera española, todo habla al alma de una historia de honor. Habitado largos años por la mujer intrépida que se llamó la Duquesa de Berry, ídolo de los monárquicos franceses y objeto predilecto de la odiosidad de los Orleanes, puestos al servicio de la revolución; fue también el asilo de su hijo el caballeroso Enrique V, último rey legítimo de Francia. La santa esposa de este, nacida princesa de Parma fundó alrededor suyo escuelas para los niños de las aldeas circundantes que hoy sostiene Don Jaime como heredero de aquellos ilustres príncipes.

En las galerías y salones del palacio que constituyen un museo de la Casa de Borbón, los retratos de reyes y los cuadros de batallas y cacerías alternan con diversos objetos que pertenecieron a Luis XIV, María Antonieta y Luis XVI y con varias obras de arte en porcelana y bronce ofrecidas en distintas épocas por los legitimistas franceses al Conde de Chambord. Se comprende que el partido, no muy numeroso, pero distinguidísimo delos llamados Blancos de España en el que figura buena parte de la nobleza de Francia, siente por Frohsdorf  verdadera veneración y mire en Don Jaime jefe de toda la raza capetina, hijo mayor de San Luis, el símbolo de las antiguas glorias y la esperanza de su reconquista.
Al igual que su padre Carlos VII aprecia y agradece en el alma Jaime III esta actitud de los que no han querido proclamar por rey al jefe de la envilecida rama de Orleans tantas veces traidora a la verdadera Casa de Francia y mantiene cerca de ellos un representante dignísimo en la persona del Conde de Catalineau.
Una tarde serena y apacible de verano paseábame yo por las seculares alamedas del castillo que cual bóvedas de catedral gótica estaban llenas de mística emoción. Las calles que formaban los gigantes troncos enfilaban por un lado las terrazas que sirven de pedestal al castillo y por el otro se perdían en una penumbra de follaje. Meditaba en la grandeza  de los destinos de nuestros Príncipes que por no doblegarse ante la revolución cosmopolita, que tantas cabezas de reyes ha sabido humillar, no han querido ceñir una corona comprada con las mutilaciones de su bandera, prefiriendo empuñar en el destierro el cetro espiritual de la gloriosa tradición española y ser un vivo ejemplo de fortaleza y honor que puedan admirar los pueblos todos y la sociedades en vísperas de los cataclismos anárquicos que la política transacionista y cobarde está providencialmente elaborando. Soñaba yo con  la propagación de la augusta raza que tales príncipes produce y parecíame escuchar los ecos de aquellas frondas despiertos alegremente por voces infantiles, cuando al desembocar en una explanada, donde bancos de piedra convidan a contemplar el abierto y jugoso paisaje que hasta las estribaciones de los Alpes se extiende, apareció a nuestros ojos en tierno cuadro. Don Jaime rodeado de varios niños de sus colonos y teniendo en su rodilla al más pequeño, hijo de uno de los hortelanos españoles.

 – No sabes- me dijo el Príncipe- cuanto me gustan los pequeñuelos. Si yo tuviera hijos los amaría locamente – y después de una pausa en que su corazón y su mente debieron llenarse de diversos y quien sabe si dramáticos pensares y sentires añadió: - Pero quizá entonces me apegara a la vida que ahora estimo en tan poco y puede ser que no estuviera tan presto para ofrecerla en servicio de mi Patria.

Yo nada le contesté pero alcé la vista al cielo, poco antes tendido de azul, y vi un poniente rojo en que la sangre del sol se derramaba sobre los montes. 

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Las Memorias de Alfonso Carlos: Lunes 26 de septiembre de 1870.


LUNES 26 DE SEPTIEMBRE DE 1870

Sin que nadie nos observase, salimos por el ferrocarril de Grenoble a las seis de la mañana, y pasando por Chambery (donde nos detuvimos dos horas) y por Culoz, llegamos a la frontera de Suiza. Aquí era otro punto dudoso para nosotros. Tarabini y yo teníamos pasaportes austriacos, pero Sánchez no tenían ninguno. Un gendarme francés vino a pedirnos los pasaportes en Bellegarde, y yo le hice creer que en mi pasaporte iba inscrito un criado conmigo; el gendarme lo creyó, pues no comprendía el alemán. Antes se alarmó algún tanto creyéndonos prusianos; pero viendo que nuestros pasaportes eran austriacos, no dijo nada más. Pasamos por un largo túnel, que duró nueve minutos en ferrocarril, y ya estábamos en Suiza.

Éste fue un momento delicioso para nosotros y de verdadera alegría. A las cuatro llegamos a Ginebra. Me despedí de Tarabini, que quería pasar algunos días allí y luego marchar a Innsbruck; puse un parte telegráfico para mamá anunciándole mi feliz llegada, y enseguida proseguí adelante con Sánchez, en ferrocarril, y llegué a la estación de la Tour de Peliz el lunes 26 de septiembre, a las siete y media de la tarde. Fui a casa de mi hermano, llegando de sorpresa. Quedé allí siete días muy alegremente, y, después, por Wartegg, Viena y Frohsdorf, en compañía del Marqués de la Romana y de su hijo el Vizconde de Benaesa, me vine felizmente a Graz, cerca de mi querida mamá.

Graz, 4 de octubre de 1870.

Alfonso de Borbón y de Austria Este,
            Infante de España,
Alférez de Zuavos pontificios.

martes, 25 de septiembre de 2012

Las Memorias de Alfonso Carlos: Domingo 25 de septiembre de 1870.


DOMIGO 25 DE SEPTIEMBRE DE 1870

A las cinco de la mañana nos pusimos en movimiento, y a las seis y media ya estábamos dentro del puerto de Toulon; pero hubo que dar un gran rodeo a causa de los muchos torpedos que se hallaban delante del puerto, cosa natural en estos tiempos de guerra. Aquí teníamos otra dificultad, y era que todos los que venían con nosotros iban a ingresar al momento en masa en el Ejército francés, y nosotros temíamos que si desembarcábamos con ellos nos obligarían a seguirles. Pero la Virgen nos ayudó. Y por medio del Sr. Pascal logramos apearnos en una pequeña lancha, en compañía del mismo. Bajamos a tierra, a la aduana; pero como no teníamos bagajes ni ropa militar, ni nos miraron siquiera; entonces no hicimos más que despedirnos del Sr. Pascal y de algún zuavo francés que allí había, y tomando un coche, Tarabini, Sánchez y yo fuimos directamente a la estación del ferrocarril, como faltaba una hora para salir el tren, quisimos, antes de todo, dar a gracias a Dios por los favores que nos había hecho, y tomamos un guía que nos llevó a la iglesia más cercana. Rezamos un poco allí; pero no hubo tiempo de oír misa (aunque era domingo), porque nos habían aconsejado que parásemos en Toulon lo menos posible, pues había la cantonal en aquel entonces allí. Y tuvimos suerte, pues a otros soldados y oficiales pontificios que se pasearon por la ciudad poco después, vestidos malamente de particular, los tomaron por espías prusianos y los encerraron en una prisión por varios días.

A las ocho y media salimos dichosamente de Toulon por ferrocarril para Valence, donde pensábamos pasar la noche; pero en Marsella, donde nos paramos media hora, vimos a un hermano de un zuavo francés, que nos contó los horrores que estaban haciéndose allí, y nos recomendó siguiéramos adelante hasta Grenoble. Efectivamente, desde Valence, sin pararnos, seguimos hasta Grenoble, donde tuvimos que pasar la noche, porque el tren no continuaba. A las nueve y media de la noche llegamos los tres a Grenoble, y fuimos a descansar en una pequeña fonda. Allí, por primera vez desde muchísimos días que no lo podíamos conseguir, logramos desnudarnos y dormir en buenas camas, que nos parecieron deliciosas, y dormimos magníficamente. 

lunes, 24 de septiembre de 2012

Las Memorias de Alfonso Carlos: Sábado 24 de septiembre de 1870.



SABADO 24 DE SEPTIEMBRE DE 1870

A las ocho de la mañana me desperté; pero quedé en mi camarote. La mar era muy mala, y todos se habían mareado durante la noche, mientras yo había dormido. Tarabini dio vestidos suyos de paisano a Sánchez, que se los puso de cualquier manera, y ya estábamos los tres hechos unos paisanos.

Nuestros vestidos de zuavos y nuestras espadas los atamos juntos y entregamos todo al Sr. Pascal (jefe del Comité de Zuavos franceses), que nos prometió enviárnoslo todo desde Marsella a Austria. Mi espada era la de mi abuelo Carlos V. A las seis y media de la tarde ya se veía la ciudad de Toulon; pero tuvimos que dormir fuera del puerto, pues estaba ya cerrado a esa hora.

La mar era ya buena.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Las Memorias de Alfonso Carlos: Viernes 23 de septiembre de 1870.


VIERNES 23 DE SEPTIEMBRE DE 1870

Por fin, a la una y media de la madrugada, vinieron a llamarnos para marchar, bajo escolta de un Batallón de línea, que iba desplegado a la derecha y a la izquierda de nosotros. Como era de noche y los italianos llevaban hachas encendidas, todo esto aumentaba la tristeza. La idea de que marchábamos de Roma sin poder ver a Su Santidad, y de que le dejábamos en manos tan horribles como las del Gobierno italiano, era lo más terrible para nosotros, por lo que la tristeza nuestra era muy profunda. Poco a poco llegamos a la estación del ferrocarril de Termini, donde nos aguardaban un inmenso tren especial. Allí hicieron entrar en él a todos, por orden de Compañías: los zuavos, los primeros, y, después, los otros soldados.

El tren llevaba 2.000 soldados pontificios prisioneros. Como los vagones donde los pusieron eran de los para animales, y los pobres soldados debían quedar de pie, así llenaron cada vagón con 40 hombres. Esta operación de poner los soldados en los vagones duró varias horas, y después subió en el mismo tren un Batallón de línea italiana para escolta. Nosotros, los oficiales, logramos encontrar vagones de segunda clase donde ponernos, aunque muy estrechos. Yo estaba bastante cómodamente en un coupé con mi Capitán y mi Teniente, pero nos hicieron cambiar y ponernos en otro peor. Al entrar en este coupé quedé pasmado de encontrar allí al Teniente de Zuavos Sr. Mauduit, que todos decían había muerto en la brecha. Al verle le manifestamos nuestro estupor, y, al mismo tiempo, nuestra alegría de hallarle vivo, a Dios gracias.

La guerra había estallado en Europa
En mi coupé había, además, dos oficiales de Carabineros suizos de Su Santidad, y era muy triste pensar que los dos oficiales de Zuavos, siendo franceses, iban a batirse en Francia contra los alemanes, mientras que los otros dos, que eran del Gran Ducado de Baden, iban a batirse con los alemanes contra los franceses. Entretanto, estaban hablando amigablemente entre ellos para ir luego a luchar unos contra otros.

Pasamos varias horas en los vagones dentro de la estación del ferrocarril de Roma, y solamente al amanecer, a las cinco y media, empezó a andar nuestro tren. También éste fue un momento muy triste para nosotros, despidiéndonos de Roma de tal modo. Pero todos pensábamos que pronto volveríamos a echar a esos canallas fuera de la ciudad y dejar otra vez libre a Su Santidad el Papa. Varios soldados pontificios ya dijeron a los italianos  que quedarían poco tiempo dueños de Roma, y los italianos se reían entre dientes, como burlándose de los otros; pero no se atrevían a negarlo, pues conocían que no eran tan fácil el poder quedar ellos en la capital. Nos paramos en la estación de Palo a las siete y media. Allí nos apeamos un momento los oficiales, y vimos a muchos compañeros que no habíamos visto desde muchísimo tiempo acá; allí reímos todavía entre nosotros, y cada uno, por broma, daba al otro los títulos con los que nos habían llamado y saludado los señores emigrados romanos y los soldados italianos al entrar en Roma.

Seguimos luego adelante, y a las nueve y media de la mañana nos paramos en la estación de Civitá Vecchia. Allí nos hicieron bajar a todos. Éste fue un momento de grande confusión; tuve apenas tiempo de saludar a mis compañeros, y ni siquiera logré despedirme de mi Compañía, la sexta del segundo Batallón. Enseguida, los oficiales italianos separaron los zuavos franceses, holandeses, belgas, canadienses e ingleses, unos de otros. Todos fueron repartidos, según su nacionalidad. Yo logré hacer quedar a mi asistente (al zuavo Pablo Sánchez) al lado mío, con mi maleta, mientras los demás de mi Compañía se fueron a otra parte y ya no logré verlos más.

En estos momentos yo no sabía qué hacer, pero mi deseo era el de salir cuanto antes de Italia. Hubo quien pensó enviarme al cónsul de España; pero yo me opuse, pues ya preveía lo que me hubiera hecho éste. Los pobres españoles zuavos quedaron también sin que nadie se encargase de ellos, pues eran carlistas, y tuvieron mucho que padecer. Mientras yo me encontraba en este apuro, una vieja señora francesa (Madame de Jurien), que yo no conocía hasta entonces, vino a hablarme, pues me conoció no sé cómo. Esta buena señora me dijo que era amiga del cónsul francés de Civitá Vecchia, y que si yo quería, ella se encargaba de hacerme embarcar en un barco francés, “L’Oreneque”, donde iban todos los zuavos franceses como en un depósito, para esperar en el puerto de Civitá Vecchia tres días hasta que llegasen barcos franceses en las mensajerías para llevarles a Francia, y otro barco a vapor de las mensajerías francesas, el “Vatican”, que iba cargado con la Legión francesa de Antibes y unos pocos zuavos franceses. Yo no dudé ni un momento, y pedí embarcarme en el “Vatican”, pues mis deseos eran los de marchar lo más pronto posible de allí. En estos momentos vi al pobre Teniente Tarabini (de Zuavos), el cual estaba muy apurado, pues siendo italiano, los italianos le tenían bajo la vista para no dejarle marchar. Yo hablé entonces a la excelente Madame De Jurien para poder llevar conmigo a Tarabini y a mi asistente, y ella me dijo que se encargaría de todo.

Vino entonces el cónsul francés de Civitá Vecchia (Mr. H. De Tallenay), me habló de la recomendación que le había hecho Mme. De Jurien, y dijo que podíamos ir enseguida con él hasta el vapor. Al momento (eran las once y media) salimos de la estación Tarabini y yo, con Sánchez; además iban otros franceses con nosotros, y marchamos al puerto de Civitá Vecchia. Afortunadamente íbamos escoltados por soldados italianos, porque si no, Dios sabe los horrores que nos habrían hecho sufrir los habitantes del pueblo. Un gentío extraordinario nos aguardaba en el puerto y nos silbó e insultó con cuanta voz tenía. Llegados allí entramos en una pequeña lancha para ir a bordo del “Vatican”, y mientras estuvimos a la vista toda esa canalla no paró de gritar e insultarnos y lanzarnos piedras.
También éste fue un momento desagradable; y una despedida como ésta no hizo más que darnos más ganas de volver pronto a Roma y dar a esa gentuza la merecida lección. Por fin, gracias a Dios, a mediodía llegamos a bordo del “Vatican”. Allí encontré a M. Simeón, Teniente de Artillería, que después de la entrega de Civitá Vecchia (donde él se encontraba) había logrado esconderse en una casa de allí y evitar que le enviasen, con los demás prisioneros pontificios de la ciudad, a la fortaleza de Alejandría. Encontré allí al Comandante De Saisy, de Zuavos, con su mujer; al Cap. de Zuavos De Kersabieck, con su mujer (canadesa), y otros pocos zuavos franceses; lo demás todo estaba lleno de oficiales y soldados de la Legión francesa de Antibes.

En el barco me encontraba en mala posición, pues no siendo francés no tenía nada que ver allí, y me miraban de mal ojo. Entonces encontré al excelente monsieur de Puget (ex secretario del Coronel Allet), sargento de Zuavos, que volvía a Francia con su mujer. Este buen señor me dijo que se encargaba de hacerme quedar en aquel vapor. Me llevó a su camarote juntamente con Tarabini y Sánchez, pues a todos nos miraban mal, ya que íbamos todavía con los uniformes de Zuavos y no éramos franceses ninguno de los tres. Después nos recomendó Mr. De Puget que quedáramos en el camarote hasta que marchase el vapor. Varias veces vino el camarero del buque al camarote, queriéndonos hacer salir de allí; por último, a la fuerza, nos hizo subir diciendo que aquel vapor no era para nosotros. Entonces el buen Mr. De Puget se encargó de hacernos volver a su camarote y de tomar para nosotros los billetes, como para cualquier otro, mientras, no siendo franceses, no lo podíamos lograr; además dio una gratificación al camarero para que no nos importunase, como así sucedió.


Estos momentos fueron también muy malos para nosotros y el pobre Conde Tarabini, que siempre temía que vendrían a buscarle los italianos al vapor. Efectivamente, a muchos que estaban en nuestro buque los hicieron desembarcar y pasar al otro, “L’Oreneque”, y lo mismo nos hubiera sucedido a nosotros si no hubiésemos estado tan disimuladamente en aquel camarote. Quedamos escondidos debajo de las camas, cubriéndonos con trajes de paisanos. De ningún oficial de Zuavos pude despedirme, ni siquiera de mi Teniente Derely; pero el buen Capitán Gastebois vino al “Vatican” para despedirse de mí, volviendo luego al “Oreneque”. Nos contó que el ex Comandante pontificio de la plaza Civitá Vecchia (italiano) fue al vapor francés “Oreneque” para hacer desembarcar a todos los zuavos que allí estaban y que no eran franceses; pero el Cónsul francés se condujo admirablemente y protestó, diciendo que debía haber pensado éste antes que una vez en un barco francés estaban en territorio francés y nadie podía sacarlos de allí. Gracias a esta hermosa conducta del Cónsul se marchó el ex Comandante de la plaza sin lograr lo que quería, y ya no vino a nuestro vapor, el “Vatican”, para sacarnos, como hubiera hecho si hubiese logrado sus pretensiones en el “Oreneque”.

Efectivamente, muchos zuavos que no eran franceses aprovecharon el barco francés para salvarse, entre ellos los italianos que no querían quedar en Italia, donde los iban a obligar a servir a ese gobierno infame. En el camarote sacamos la poca ropa de paisano que teníamos y nos vestimos lo mejor que pudimos Tarabini y yo.

Antes de marchar el vapor subimos sobre el puente para despedirnos de Civitá Vecchia. Desde allí pude ver otros barcos cargados de zuavos que iban a Génova, para ser enviados después, Dios sabe cómo, a sus países. Vi también a varios españoles de mi Compañía, y desde lejos los saludé con mi pañuelo.

Finalmente, a las cuatro de la tarde, nuestro vapor salió del puerto de Civitá Vecchia. La mar estaba muy mala, y yo, por miedo del mareo, y además para no hacerme ver en el barco, bajé a mi camarote, y en lugar de comer, pues era la hora de la comida, me eché vestido sobre la cama, y a los pocos minutos me quedé profundamente dormido.