sábado, 22 de septiembre de 2012

Las Memorias de Alfonso Carlos: Jueves 22 de septiembre de 1870.


JUEVES 22 DE SEPTIEMBRE DE 1870

Nos despertamos por la mañana en la misma prisión, a pesar de habernos dicho la víspera que debíamos marchar durante la noche. Por fin nos anunciaron que marcharíamos, de fijo, por la tarde, pero no sabíamos adónde ni qué cosa iban a hacernos. Toda la mañana fueron trayendo prisioneros a nuestra prisión, en donde nos hallábamos ya reunidos 1.500 hombres; por consiguiente muy apretados y muy mal. Había varios zuavos enfermos con fuerte calentura, pero más querían quedar allí que ir al hospital. Y tenían razón, porque varios soldados enfermos que iban al hospital fueron asesinados en las calles de Roma por la canalla, o, cuando menos, insultados o heridos. Además, el populacho de emigrados romanos asaltaron el hospital militar de Santo Spirito queriendo matar allí a todos los zuavos enfermos o heridos que encontrasen; y fueron las tropas italianas las que, a viva fuerza, se opusieron a esta infamia. Nosotros no tuvimos, en total, más que unos 30 zuavos entre muertos y heridos en Roma, pero en el hospital había un número bastante grande de zuavos y otros soldados pontificios enfermos.

Manuel Echarri vino también el día 22 a verme, para traerme algo, y logró entrar en el cuartel o prisión nuestra gracias a una tarjeta de un oficial italiano (Sandri), que había estado de guardia en dicha prisión el primer día, y que por recuerdo nos había dejado su tarjeta. Mucho me alegré de ver al excelente Manuel, y le encargué telegrafiara a mamá que estaba prisionero sin novedad, y que volvería, tal vez, por Suiza a Graz. Además le encargué que hiciera las maletas y marchase a Graz, lo más pronto posible, con todas mis cosas. Él lo hizo así, marchándose el sábado por Ancona y Trieste , y llegando felizmente con todo a Graz.

A las once, poco más o menos, vimos pasar toda la artillería italiana, que recibió la orden de marchar de Roma; ésta era muy numerosa. Los oficiales de Artillería italiana son los más finos  de todo el ejército, y también con nosotros fueron muy amables. Los fusiles de los italianos son malos, pues tiene los antiguos fusiles de aguja de los prusianos. En cambio, la Artillería italiana está muy bien montada. Un zuavo de mi Compañía (el clarín Bigelli) dijo algunas palabras de insulto que los oficiales italianos oyeron, y entonces le hicieron detener al momento y le ataron a la reja, fuera de la prisión, con las manos detrás de las espaldas, y al sol, lo que era bastante cruel, y allí le dejaron por espacio de dos horas. A otros soldados pontificios también les hicieron lo mismo.

Durante el día tuvimos en nuestra prisión la agradable visita de Madame Kanzler (esposa del General Ministro de la Guerra), la cual tuvo el valor de venir sola desde San Pedro, en donde estaba su marido, únicamente para visitar a los prisioneros. Cambió moneda a todos los que querían. Estuvo un rato allí con nosotros, y fue ella la que nos dio las mayores y más exactas noticias de lo que hacía Su Santidad y de lo que sucedía en Roma. Nos trajo para leer la capitulación del ejército pontificio, hecha entre el General Cadorna y el General Kanzler (que yo copié), y así vimos cómo los italianos no habían cumplido con esta capitulación. Trajo también la carta que Su Santidad había escrito al General Kanzler la víspera del ataque de Roma, para mandarle que al momento que la brecha fuese abierta se pusiese la bandera blanca y se concluyese la defensa. Esta carta (que copié también) nos explicó todo lo que había sucedido la antevíspera, y que antes no pudimos comprender. De este modo se ve que si nos hemos tenido que rendir tan pronto fue únicamente para cumplir las órdenes de Nuestro Soberano, porque los deseos de todos los soldados, y en particular de nosotros los zuavos, eran muy distintos.

Supimos los horrores que se habían cometido en Roma contra algunos pobres zuavos aislados. Algunos fueron muertos cruelmente, arrastrándolos; otros, ahorcados en los faroles; a otros les arrancaron los ojos, etc. Ésta era la civilización que los italianos decían que habían traído a Roma.

Las gentes de Roma

Algunos oficiales pontificios que quisieron ir a sus casas para salvar y coger un poco de dinero y alguna ropa para el viaje, fueron atacados en sus propias casas por canallas de emigrados en gran número, y apenas se salvaron con el auxilio de oficiales del ejército italiano, que se pusieron delante para protegerlos. Hay que reconocer que varios oficiales italianos se condujeron muy bien, protegiéndonos. La mayor parte de los oficiales y todos los soldados de Zuavos perdieron todo lo que tenían, que quedó en los cuarteles, lo que la canalla saqueó al momento. Y eso que había en los zuavos señores muy ricos, y todos los demás también tenían un poco de dinero. Estos pobres se vieron precisados a abandonar Roma, marchando en completa miseria, y condenados así a sufrir en el viaje, hasta llegar a sus casas, en los diferentes países.

Varios oficiales de Zuavos fueron heridos en la ciudad por el pueblo y estuvieron en peligro de perder hasta la vida en estos primeros días de verdadera revolución. Yo no quise moverme del cuartel del Macao, y me hallé muy contento de ello, a pesar que otros saliesen de allí para comer mejor, quedando escarmentados. Bajo palabra de honor podían salir los oficiales de ese cuartel, pero nadie aseguraba que la gente no los insultase o matase por las calles. Yo comí algo en la prisión, y por la noche los zuavos españoles encontraron en un rincón unas patatas, que cocieron  y las comimos juntos en la misma cazuela, todos con las manos. A los soldados prisioneros les dieron hoy galleta y queso y un poco de carne salada, que olía a podrida en su mayor parte.

Esta tarde supimos que todas las tropas pontificias que habían capitulado la víspera en la plaza de San Pedro habían sido conducidas a pie hasta la estación de Macarese, fuera de Puerta Portese, y que de allí habían sido transportadas esta mañana a Civitá Vecchia en el ferrocarril, bajo escolta italiana. El General Kanzler había escrito una carta de despedida, que leyó o dio al ejército pontificio al momento de despedirse de él en la plaza de San Pedro. El General quedó en el Vaticano, al lado de Su Santidad.

Los oficiales de Zuavos que estaban en mi prisión se hicieron traer alguna ropa de paisano por medio de algún conocido; pero el orden era tan grande en Roma en esos días, que varios coches que traían de estas cosas para los prisioneros fueron parados en medio de la ciudad, robando todo lo que llevaban en ellos. Esto sucedió hasta con un coche de un ataché de la Embajada de Francia. Además, se tiraban las cosas al río si se sospechaba que fuesen para los zuavos. También tiraron al río Tíber esos héroes de brigantes, a una pobre monja que encontraron en la calle. En fin, no se concluiría nunca, si se quisiesen recordar todas las infamias que se cometieron en esos primeros días en Roma.

Por la tarde del día 22 nos avisaron que, de fijo, marcharíamos a las once de la noche. Mucho nos alegró esta noticia, pues los tres días en esa prisión eran muy largos y ya iban haciéndose insufribles por los muchos que estábamos allí dentro. En nuestro cuarto ya no se aguantaba más por el terrible olor. Desde las ventanas del cuartel veíamos las montañas de Frascati, Rocca di Papa, Albano, etc., y el día era tan claro, que se distinguía cada cosa. No puedo decir la tristeza que nos daba pensar que abandonásemos todos esos puntos deliciosos en manos de esos canallas de italianos. Por la noche nos pusimos a descansar un poco, y a las once ya nos arreglamos para marchar, y, lo mejor que se pudo, se reunieron las Compañías y los diferentes Cuerpos entre ellos. Pero todavía nos hicieron esperar dos horas y media.

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